Pintura y sugestión

“I remember one vivid winter’s day at Versailles. Silence and calm reigned supreme. Everything gazed at me with mysterious, questioning eyes. And then I realized that every corner of the palace, every column, every window possessed a spirit, an impenetrable soul. I looked around at the marble heroes, motionless in the lucid air, beneath the frozen rays of that winter sun which pours down on us without love, like perfect song. A bird was warbling in a window cage. At that moment I grew aware of the mystery which urges men to create certain strange forms. And the creation appeared more extraordinary than the creators.”
Giorgio de Chirico, “Mystery and creation”


La obra de Leila Tschopp tiene esa rara capacidad de hacernos notar. Silenciosa, es como alguien que te mira firme a los ojos, sin pestañear y sin culpa, con todo el volumen de su expresión concentrado en sus ojos abiertos, sólidamente plantados en medio de un rostro de rasgos inmutables y rígidos. Es un cuerpo desnudo que se muestra sin vergüenza fuera de la intimidad. Y en su exposición enfática, pone al descubierto la manera en que te afecta, en que te invade sin acercarse ni tocarte. Sin necesidad de estirar su brazo para materializar la cercanía que en realidad comparten. Esta animosidad atraviesa cada una de las pinturas y de las instalaciones siempre pictóricas de Leila, es el alma de su práctica, y ha convertido a su trabajo en un largo ensayo acerca de la capacidad de la pintura para convocar con su presencia otra presencia no declarada ni manifiesta; para hacer evidente la habilidad de construir perplejidad desde lo conocido; para -todavía- hablar de algo misterioso y eterno; para volver palpable la manera en que nos afecta el entorno y la vibración o naturaleza emocional y potencialmente perturbadora de aquello que nos rodea, sea imagen, territorio u objeto construido; para pensarnos como permanentes fabricantes de ideas; para, como escribió Giorgio De Chirico -a quien resulta fácil invitar como articulador de este carácter metafísico-, pensar la extrañeza o, diría yo, desde la extrañeza.

La pintura de Tschopp está definida por la estética del color pleno, los bordes precisos y una paleta saturada articulada entre zonas oscuras y luminosas, cuyos contrastes generan simultáneamente sensación de cercanía y profundidad. La factura gráfica de sus telas y placas, resultado de un largo ejercicio de yuxtaposición y depuración de imágenes que proyecta y delinea sobre sus superficies y que va combinando a medida que pinta -y que incluyen desde fotografías propias y pinturas ajenas a recuerdos de alguna trama, algún detalle constructivo o topográfico o una forma imaginada-, tiene la voluntad de abstraer la representación como de representar la abstracción. En ese proceso llega a una síntesis formal que evoca territorios y atmósferas aún sin nombre; espacios imposibles y oníricos; imágenes cargadas de potencia simbólica y relatos aparentes que se configuran a partir de la relación entre fragmentos de un relato mayor a cuya manifestación accedemos de manera momentánea. Tschopp construye asimismo un relato de resistencia de la pintura en el que se refuerza y protege el ideal del artista pintor de reivindicar el plano pictórico. En su obra repone de manera entre camuflada y renovada batallas ganadas en la posta histórica de la investigación y puesta en valor de la realidad 2-D.


Composición y descomposición

“Mis primeras pinturas tenían que ver con preguntas un poco existenciales”, cuenta Tschopp. “Buscaba representar un clima o tipo de sensación o de estado emocional y con eso me era suficiente. Partían de esa noción experiencial y pronto se dirigieron a pensar que hay un cuerpo en el espacio, algo que provoca una experiencia espacial, por lo que comencé a preguntarme por la representación del espacio en la historia. (…) Al principio, las referencias a los espacios en mis obras eran pequeñas. Eran espacios interiores muy sintetizados; una esquina, algún patrón de empapelado. La investigación me fue llevando después al primer Renacimiento, donde había una idea de perspectiva pero no muy desarrollada todavía. Eso justamente me interesaba, había cierta idea de profundidad pero bastante corta, cierta referencia al espacio pero mucha planimetría: a ese espacio no podías entrar” .

La génesis del proyecto pictórico de Leila se encuentra precisamente en la intención de crear un espacio a la vez propio y ajeno, real y ficticio, que muestre un estado de cosas reconocible pero también imposible; que sea, a la vez, extensión y límite. Habiendo identificado su lenguaje desde temprano -Leila comienza su trayectoria de pintora a mediados de los años 90 en el taller de la artista argentina Carolina Antoniadis-, Tschopp realiza unas primeras pinturas de pequeño formato que combinaban símbolos de su heráldica familiar e imágenes de interiores cargados de intensidad emocional, dando comienzo a este fértil diálogo entre símbolo y territorio. Los datos personales, sin embargo, comienzan a borrarse pronto y la artista pasa a tomar como punto de partida imágenes de espacios urbanos que registraba en su devenir por Buenos Aires con su cámara fotográfica y la atraían tanto por los rasgos formales de sus planteos racionalistas, como por cierta densidad que transmitían su monumentalidad, su funcionalidad y el tipo de experiencia que proponían. Comienzan a anticiparse también referencias a la historia del arte, fundamentalmente a la vertiente que sostiene la representación simultánea de realidad e irrealidad.

Estas “instantáneas” que se acumulaban en la investigación de Leila como huellas mentales -de lo urbano, lo moderno, lo histórico y lo clásico, las formas más y menos precisas- comienzan a configurar un mundo caracterizado por la yuxtaposición de imágenes de naturaleza y escala dispar, esquemáticas o esquematizadas sobre la misma pintura, plano o espacio. En sus composiciones sintéticas las referencias perdían sus datos más naturalistas y sus detalles para abstraerse cada vez más y buscar un tono escenográfico y proyectual. Del bastidor se creció al panel y al muro y todos ellos también pasaron a ser combinados y superpuestos en cada instalación. Se volvieron usuales las imágenes de fachadas monumentales y los terrenos escarpados, grandes formas triangulares que eran caminos empequeñeciéndose hacia el horizonte, pisos de terrazas azulejadas inclinados sobre fondos profundos y límpidos, muros opresivos, detalles de escalinatas de distintas proporciones o rebatidas y extraños espacios teatrales, siempre vacíos, que construían escenas amalgamadas por fondos comunes -murales- y puestas en diálogo en las que las pinturas sobre bastidor, placas autoportantes o paredes resideñaban los interiores en los que se instalaban. Ejemplos de esto fueron sus muestras Modelos ideales, 2010, o Modelos ideales, 2011. Concebidas con un aire de proto-instalación, la multiplicación de los puntos de vista y el interés en el movimiento del espectador por el espacio era crucial.

Al proceso de depuración de referencias le sigue otro rito similar de supresión que para Leila implicaba poner en jaque la forma pictórica y su capacidad de expresión: las pinturas e imágenes antes superpuestas fueron separándose para desplegarse individualizadas sobre distintas superficies y volver a ser dispuestas en el espacio de exhibición de manera más convencional, pero teatralizando, a su vez, el concepto del guión de montaje y de instalación. Si, por un lado, cada pintura comenzó a verse más despojada, también lo hace el espacio habitado, donde las partes funcionan como un todo, pero más mudo, lejano y abstracto. Enfrentadas, alineadas, independizadas del muro, las pinturas delegan el trabajo de asociación entre ellas al espectador.

La exhibición El salto, 2012, supuso para Leila el paso a la instalación menos envolvente y le permitió explorarla en tanto discurso inevitable en cualquier puesta, por más clásica que esta sea. Ese pasaje fue radical también por la consecuente producción de imágenes infrecuentes dentro de su imaginario, como dos monocromos y la figura de un hombre saltando hacia atrás, abstraída de todo contexto: un cuerpo que no estaba presente en sus pinturas de “alrededores” y que se había perdido relativamente temprano. Estos motivos “nuevos” eran acompañados por la imagen de un río casi dorado, una composición abstracta que sugería una gran loma sobre la que avanzaba, por el centro, un camino; una terraza de baldosas precediendo un edificio apoyado en una hilera de arcadas; y una cita monumental a las formas ondulantes de la artista geométrica argentina María Martorell. Entre todos traían a la sala variedad de texturas, inmovilidad y contorsión, abstracción y figuración. Enigmática por la disparidad de imágenes y hasta aparentemente caprichosa, El salto proponía desconocer la autonomía y autosuficiencia de cada pintura para pensar la naturaleza de su posible desmembramiento o la circunstancia de su reunión e imaginarnos como constructores de relatos. Si, como reflexionó la historiadora y curadora Jimena Ferreiro en el texto que acompañaba la muestra, Leila Tschopp se dispuso a “pintar la deriva de las imágenes” , el espectador ocuparía el rol de un posible encauzador.

El salto, que parece haber sido un ejercicio de disección y autolimitación, no solo permitió a Leila presentar el abanico de su imaginario, un arco de influencias y referencias, manifestar su voluntad permanente de pintar La Pintura y Las pinturas, y pensar sobre el poder que la disposición de las imágenes tiene en la configuración de un discurso, sino que funcionó como dispositivo para que podamos ser capaces de reconocernos en nuestra mirada, de pensarnos mirando.

Estos procesos de síntesis y abstracción también están relacionados al desmalezamiento al que Leila fue sometiendo a los entornos creados. La desolación urbana y del paisaje que reconocemos en su trabajo fue gradual: la vegetación de sus primeras pinturas fue desapareciendo y el paisaje, secándose hasta llegar a una aridez y un grado de austeridad que, como describe la artista, “nos hace sentir (…) arrojados a la soledad de nuestro propio interior (...) [pintarlo es] un intento constante por salir del interior del cráneo” . Esa austeridad encuentra, por otro lado, perfecto eco en la representación del desierto y de la llanura enmudecidos por el sol y su calor, y en la de la urbe o los interiores desolados, vueltos carcaza, escenario para nada.


Polisemia y forma en tanto idea


Las obras de Tschopp son composiciones que se ubican en el límite de lo conocido. Su objetivo es que traigan “un aire de familiaridad” . Podemos reconocer en ellas fachadas, pisos, gradas, barandas, escalinatas. Tal vez. Techos y cielos verdaderos y falsos. En ocasiones. Pasajes oscuros y pasillos zigzagueantes. Horizontes quebrados por geografías áridas. Caminos vertiginosos. Espacios públicos, de tránsito, abiertos y cerrados. Opresivos y prometedores de infinito. Superficies con luz propia o quemadas por un sol imaginario. Rejas, trama, símbolos. Aguas, montañas, espejismos. Arte concreto o paredes que caen, amenazantes. Naturalismo pictórico, geometría pura o luces y sombras absolutas. Lonas que son camino, toldo, bandera, picos, intemperie, vestido, olas, piel, lonas. Cruces que son señal, ventana, letra, límite, luz, luto, cruces. Líneas que son manos, bienvenida, despedida y pedido de auxilio. Profundidades que son plano. Precipicios que son plano. Espesores que son plano. El trabajo de Tschopp busca siempre al final de una forma, otra forma, incluso aquella invisible, precipitada más allá de la frontera de su pintura.

La polisemia que encuentra Leila -esta ida y vuelta entre significados- provee a la obra de la posibilidad de reinvención permanente, en parte por su capacidad para usar sus motivos en infinitas combinaciones, actualizando imágenes según la sintaxis elegida para cada exhibición. Esta habilidad para ubicarse entre una cosa y otra se relaciona también con la manera en que articula pintura -materialidad- e idea -irrealidad y atemporalidad-. Tras haber ganado su batalla por la autonomía, la pintura contemporánea ha logrado hacerse de esos dos mundos sin tener que renunciar a ninguno: el estrictamente pictórico y el conceptual.

“Muchas veces me pregunté si se podía pensar sin lenguaje porque para mí es una gran dificultad estar tan mediada todo el tiempo por un lenguaje que me separa de las cosas para entenderlas” , dice Tschopp en una entrevista publicada en ocasión de su exhibición El camino del héroe, 2016. Efectivamente, su lenguaje pictórico es pensamiento. Arquitectura, territorio e imagen mental se emancipan de su entorno natural para proyectarse limpios, sin impurezas, reconstruidos y afectados por la percepción, emoción, intuición, y por el carácter constructivo de sus composiciones, su propio orden. Sus espacios pintados, incluso, parecen ensimismados, asombrados ante el propio espectáculo de comunicar y dar forma a lo innombrable y a lo aún no nombrado, de representar un mundo sin palabras y, en su apariencia, previo al hecho social.
Cuerpo

Tal como mencionamos en referencia a El salto, hubo figura humana en las primeras pinturas de Leila, algunas incluso inspiradas en los cuerpos enigmáticos y ambiguos de Balthus. Sin embargo, la figuración de ese cuerpo es abandonada tempranamente en pos de trasladar mayor carga psicológica al espectador. Es la ausencia de la figura lo que otorga a la obra de Leila su carácter onírico.

Sus obras bidimensionales, como las de la serie Modelos ideales, ya vinculaban al espectador en tanto cuerpo que busca entender y entenderse en esos lugares inhabitados. Incluso cuando cierta teatralidad estaba representada en la forma de escenarios vacíos, o espacios públicos o internos construidos para un cuerpo ausente, más directa se vuelve la apelación al espectador. Esta situación, sin embargo, es enfatizada por sus proyectos más instalativos, que implican además el movimiento del público, y por un tipo de obra envolvente que se articula como el alrededor de ese cuerpo, como arquitectura, aunque esta se asocie, en tanto construcción, a la utilería, algo que acentúa su tono imaginario.

La pintura de Tschopp se expande por primera vez al piso y al muro en 2006, a partir de la invitación de Ana Battistozzi a realizar una obra para los estudios abiertos organizados en el Palacio de Correos y para el que produce El contexto soy yo II, un espacio diseñado para ser “ocupado”. La suma de paneles rígidos de MDF en sus instalaciones subsiguientes, que duplican muros y que, sosteniendo su naturaleza pictórica, se colocan a veces alejados de los límites de la sala y otras, inclinados, multiplicando sus puntos de fuga, agudizando su angulosidad, quebrando la ortogonalidad entre pared y piso que provee de equilibrio al espectador, pasa a identificar gran parte de sus trabajos que ponían así el hincapié en el recorrido y en la manera en que podían afectar física y emocionalmente al visitante. Como si fuera una versión propia de cubismo sintético en 3-D, el cuerpo presencia en estas obras una permanente descentralización y los cambios de puntos de vista se reproducen a medida que se avanza y al mismo tiempo son superpuestos en cada vista. La muestra Aún cuando yo quisiese crear, 2009, constituyó el primer paso de este recorrido. Allí, a través de una abertura teñida de color -es decir, ya vuelta ficción pictórica-, el espectador ingresaba en un pequeño espacio que quedaba aun más apretado por la presencia de un gran plano inclinado que representaba un piso de azulejos -cita a las Terracitas de Lino Enea Spilimbergo que se volverá recurrente en la obra de Tschopp-, ahora literal y pictóricamente rebatido y, frente a él, eliminando toda ortogonalidad y paralelismo, un plano de escala humana nos enfrentaba al detalle de una trama arquitectónica percibida desde un punto de vista antinatural.

La manifestación del cuerpo fue luego amplificándose mediante distintas presencias. El uso de la lona vinílica y del linóleo, que se suman a su trabajo a partir de pruebas que comienza a hacer Tschopp en su residencia en Skowhegan School of Painting and Sculpture en 2013, fue una incorporación clave en este sentido. Sin renunciar al acabado parejo de sus pinturas, ambos materiales aportan una cuota de peso y blandura que trae a la gravedad de vuelta a sus instalaciones y, como plomadas, resaltan la realidad física y terrenal del sujeto-cuerpo que mira.

Las lonas saben conservar, además, la doble carga del resto de su obra: simbólica y pictórica. Por ejemplo, cuando Tschopp presenta Sin título, 2013, se ocupa de traer ambos mundos con una contundencia y simplicidad sorprendentes. La obra consistió en la instalación de una lona blanca de 4,50 metros de alto -caía desde el tope superior de la pared y llegaba a ocupar una franja breve de piso- por 1,80 metros de ancho, con la figura de una cruz negra que, como si señalara un cruce de caminos visto cenitalmente, se imprimía sobre ella desde el margen superior al inferior y del izquierdo al derecho. Solo un pliegue que cruzaba el ancho de la lona en diagonal, casi por el centro, afectaba la llana caída de esta especie de estandarte, generando un leve desfasaje. Ese pliego sencillo pero oportuno dividía el pleno en dos y -como si fuera el llamado a una toma de consciencia, una piedra que al caer hace ver el agua que pensábamos era espejismo- marcaba el contraste en esa cruz que, al mirar hacia arriba, provocaba cierta tensión espiritual, tan elevada y casi autoritaria, pero que, del pliegue hacia abajo, era peso, fibra, franja de pintura que se vertía densa sobre la superficie.

La lona adoptó luego otras formas y fue incluso separándose del muro para aparecer suspendida desde distintos puntos y sugerir con su caída inmensos caminos pampeanos en perspectiva -Diagrama #1: Movimientos Dominantes, 2013-; mares agitados o picos montañosos -Camino del Héroe, 2016-; presencias fantasmales -El regreso, 2018-; pisos inestables y movedizos, para algunos de ensueño y para otros pesadillescos -AMA, 2017-. Siempre, de todos modos, la lona mantuvo la simpleza de su corte de fábrica, su longitudinalidad. La intervención de Leila sobre ella consistía en pintarla de colores plenos hasta otorgarle profundidad y colgarla de ciertos puntos para que, con ese mínimo gesto, lograra aparecerse en cualquiera de sus múltiples disfraces y cargase la sala con su ambigüedad. Gruesa como una piel curtida, pesada como ropa ceremonial o vestimenta de otra época, impenetrable, resistente y árida como la intemperie, su presencia convoca una secuela de sugestiones sin fin.

Sucedió algo similar con la incorporación de barriles de metal, que aparecen por primera vez en la exhibición Vanguardia/ Caballo de Troya/ América, 2016. Dispuestos en el espacio con leves inclinaciones, avanzando sobre alguna tarima o sobre el piso, ellos parecían tener vida propia, aunque imprevistamente detenida. A su alrededor, se presentía su resonancia, la posibilidad del sonido de una percusión lejana que hablaba de la inminencia de la manifestación y de la revuelta, de la marcha.

Habiendo coqueteado durante largo tiempo con el imaginario del teatro y con el universo de la coreografía -sus puestas en escena siempre sugirieron un conjunto de movimientos programados en potencia-, Tschopp finalmente se entrega a la incorporación del cuerpo vivo de una mujer en AMA, 2017. Y con la naturalidad de quien entiende cómo preservar la ficción que el teatro propone, traer de vuelta el cuerpo, expulsó de la escena al espectador. Esos espacios “a los que no se podía entrar” que atraían desde el comienzo a Leila aparecieron de manera literal igual que la figura humana, distanciándonos del sueño evocado para no interrumpirlo, no desvanecerlo, para sostenerlo en una permanencia imposible, en una eternidad. En una de las salas de la galería se dio forma a una habitación en el clásico lenguaje sintético de Tschopp; un espacio surreal, construido sobre la larga tradición de la pintura de interiores emocionales y premonitorios desde Vermeer a Hopper, de Berni o Lacámera a Kuitca, entre muchos otros. En ese cuarto cercado por cables de acero, una bailarina actuaba una serie de movimientos cuya abstracción y repetición llevaban el acto doméstico al mundo de lo ceremonial pero también de la obsesión. Y el espectador, ahora llamado también a verse a sí mismo dentro de las instalaciones de Leila como en un espejo, participa de la apertura de esta arquitectura leve que simula estar a punto de escaparse de este mundo, como si fuera a ver el último rastro de la última mujer antes de ser absorbida por su mundo interior.

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En un documental de 2016 sobre el escritor y crítico de arte John Berger, quien dedicó su vida a pensar la mirada, él nos narra: “Tuve un sueño en el que era un comerciante extraño, un comerciante de aspectos y apariencias. Los recolectaba y distribuía. Y, en el sueño, había descubierto un secreto. Lo descubrí solo, sin ayuda. El secreto era que podía entrar a lo que sea estuviera mirando, ir dentro suyo. Cuando desperté de aquel sueño ya no podía recordar cómo se hacía. Y ahora ya no sé cómo ingresar en las cosas” . El trabajo de Leila Tschopp busca una y otra vez, como hubiera deseado Berger, retener ese sueño huidizo, su orden mágico y atemporal, y hacernos ver las cosas en el momento en que ellas se nos manifiestan en tanto objeto e idea. Poniendo siempre a prueba el catálogo finito de sus materiales, paletas e imágenes, Leila propone un acercamiento a ese más allá, ese lugar del que parece proceder el estado actual de las cosas. Lo hace con una colección de señales que se ofrecen como guiños a un espectador que ahora puede acceder a ellos aunque esté despierto.


Alejandra Aguado

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