El Salto
“Todo lo que se encuentra sobre una superficie tiene un espacio detrás de sí” (D. Judd)
Si la pintura no tiene nada que narrar, ni historia que contar, de todos modos algo pasa que define el funcionamiento de la pintura. La frase no es mía, le corresponde a Gilles Deleuze, y como ésta hay cientas en el texto que le dedica al estudio de la obra de Francis Bacon .
Hago uso de este texto, tan lúcido y agudo, porque allí encuentro algunos indicios para poder pensar esta nueva exposición de Leila Tschopp. Quizás porque Deleuze se aparta decididamente del pensamiento binario, aquel que opone términos de manera rígida e inflexible, y apuesta más bien a un pensamiento que se aloja en la superposición de fenómenos. Los bordes nunca son tan claros. La experiencia sensible del mundo tiene el tamiz del efecto blur.
Y es en este sentido que analiza el devenir de la abstracción en la pintura, que no es otra cosa que el proceso de “arrancar” la figuración del universo del arte moderno. Un proceso de desgarro y sustracción sobre el cual se ha construido el canon de la pintura moderna. Sin embargo, se interroga si no habrá otra vía más directa y más sensible para poder entender este proceso. En su respuesta postula el modo hallado por Bacon: el escape de lo figurativo hacia lo puramente figural. Aislar la figura será la primera condición . Violentar la forma, extraerla de su condición ilustrativa, congelarla. Y así lo hizo, y esto ya es materia conocida.
La metáfora del desgarro quizás se acerque un poco más a la experiencia de la pintura contemporánea. Es más, podríamos ir un poco más allá y afirmar que es casi un síntoma de la cultura contemporánea. En este sentido me animaría a postular el lugar de la práctica pictórica en la actualidad como paradojal, sinuoso y ambivalente.
Es, entonces, en este cruce de caminos que El salto, la primera exhibición de Leila Tschopp en San Pablo, empieza a adquirir capas de sentido.
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¿Qué sucede, entonces, cuando reunimos en una secuencia organizada, pero no por ello lineal, dos grandes telas monocromas cuya superficie guarda deliberadamente chorreaduras y acumulaciones de mayor densidad cromática localizadas en algunas zonas, un paisaje de aguas calmas e inquietantes a la vez, una vista de una terraza con una trama ajedrezada y un edificio de fondo ubicado en un horizonte alto, una figura aislada de un atleta en el instante del salto de mayor curvatura, y un fragmento de una pintura de la pintora argentina María Martorell?
¿Qué relación hay entre estas imágenes? ¿Qué vínculo las une? ¿Acaso debe haber una lógica que las reúna de manera clara y ordena?
No podría dar una respuesta cerrada a estos interrogantes, pero lo cierto es que esta enumeración de elementos que integran esta instalación pictórica genera cierto efecto de dislocación perceptiva. El salto que se produce entre imagen e imagen, como consecuencia de una narración que enfatiza el efecto de yuxtaposición y discontinuidad, nos sorprende a primera vista a raíz de la aparente desarticulación del conjunto, a la vez que paulatinamente empezamos a vislumbrar un diálogo interno (que tiene más bien la forma de un susurro), el cual sigue conservando su condición aleatoria al tiempo que marca un ritmo y una correspondencia entre ellas que las amiga a medida que acumulamos más tiempo frente a ellas.
Contra toda postura esencialista se edifica el régimen de la imagen en la contemporaneidad. En este sentido, parafraseando a Didi-Huberman podríamos decir que lo que vemos no nos mira. Quizás nuestra destreza para el montaje y la edición hace que podamos construir relatos con apenas entelequias. La contigüidad de una imagen con la otra monta una escena: organiza una narración.
El salto podría definirse como una secuencia de imágenes que integran una coreografía con ritmos y acentos diferentes, que se acoplan y se oponen a partir de relaciones de contigüidad, oposición y simultaneidad.
Hace tiempo que Leila Tschopp trabaja desde su pintura para desarticular la fuerte ligazón que hay entre narración e ilustración. Sus instalaciones pictóricas, compuestas generalmente por pinturas de soporte móvil y pinturas murales de carácter temporario hacen de cada muestra, como lo afirma Diana Wechsler, “un sitio específico en el que el espacio es estudiado detenidamente con el propósito de cuestionarlo, distorsionar sus coordenadas, violar sus límites, involucrar la experiencia del espectador, inquietarlo” .
Estas características siguen tan activas como en proyectos pasados, pero lo cierto es que El salto incluye algunos elementos nuevos tales como los planos monocromos y la reincorporación de la figura humana.
Recordemos que el saltador es una reversión de un personaje presente en su serie Balthus de 2005. De aquellas pequeñas pinturas a estas obras de gran formato se ha sucedido una serie notable de transformaciones, pero nunca antes había incorporado a sus complejas instalaciones imágenes completamente abstractas. La incorporación de los planos rojo y azul refiere lejanamente al Tríptico monocromo (1921) de Alexsander Rodchenko, una composición silenciosa a partir de los colores primarios.
Sin embargo, esta vez Leila decidió suprimir el amarillo y sumó un paisaje del río Paraná dominado en gran parte por amarillos. La lectura no es tan lineal, ni mucho menos obvia, pero podríamos estar tentados a recomponer el plano del color faltante a partir de la gama que ofrece y “restituye” el río. Es evidente que a Leila no le interesa pensar desde la abstracción, sino más bien tensar las relaciones de las imágenes entre sí tomando a la pintura como espacio de ensayo para reflexionar sobre estos mecanismos. Pintar la deriva de las imágenes.
También es una cita la pintura central que desciende como un telón y que ocupa el centro de la sala. Un fantástico Martorell se despliega en el espacio e imprime una onda vibratoria a todo el conjunto. El lugar que ocupa la cita como estrategia enunciativa en la práctica artística contemporánea no está dentro de sus intereses centrales. Esta pintura más bien representa un nuevo dispositivo que le permite generar diferentes efectos como si fuese una figura a la que puede tensar, contorsionar, doblar, duplicar, reducir. La pintura como si fuese un personaje, dice Leila.
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La pintura se abrió. La dureza de las construcciones espaciales con puntos de fuga forzados pareciera dar paso a la curva: desde el movimiento lento de las aguas, al dibujo en el espacio que traza el atleta en su salto, a la vibración cromático-atmosférica de los plenos chorreados de rojo y azul, a las ondas ascendentes y expansivas de la pintura central, a la curva de los arcos del edificio que quiebran la ortogonalidad de la terraza que lo precede.
Los dispositivos que emplea siguen siendo austeros y sencillos, sin efectos ópticos sofisticados ni virtuosismos. Sin embargo, el efecto esta vez es más amable. El espectador puede deambular por el espacio más libremente. Debe ser que el clima de distensión que dominó la ejecución de estas pinturas termina imprimiendo la experiencia más allá de sí. Un proceso menos reglado, con más permisos. Seguramente más intuitivo.
Las imágenes no son inmediatas –dice Didi-Huberman- ni fáciles de entender. No están en tiempo presente, como a menudo se cree; y es justamente por esta razón que son capaces de hacer visibles relaciones de tiempo de modo más complejo .
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Esta apertura de la pintura revela un proceso en el cual las ideas se van construyendo sin vocación conclusiva. “Como en una danza”, sugiere Leila, por medio de desplazamientos horizontales, ordenados pero sin jerarquías fijas, sin que ello implique confusión, desorden o falta de claridad.
Un atleta, un río, un color, y otro, un edificio, una curva. De lo ideal a lo material. De las totalizaciones a los indicios. De lo intelectual a lo sensible. Todo a la vez y todo junto. Como un Atlas.
Jimena Ferreiro
Buenos Aires, septiembre de 2012